En los albores de la información tecnológica, se tuvo como primer extraterrestre insigne a un poeta fenómeno por su temprana edad, como lo había sido Darío: Pablo Neruda, que en su prestigioso Veinte Poemas de Amor comenzó con un traspié, el poema 15 es una idea íntegra del Nobel Rabindranath Tagore. Años después el poeta uruguayo Carlos Sabat Ercasty acusó a Neruda de plagiar un poema suyo que el chileno publicó como El hondero entusiasta. En ambos casos hubo razón de la denuncia, aunque Neruda reconoció que solo fue una inspiración en sus maestros.
También se acusó a García Márquez de plagio por Cien años de soledad, de la obra En Búsqueda del Infinito, de Balzac, la denuncia la hizo otro Nobel, Miguel Ángel Asturias. Y a otro Nobel, Mario Vargas Llosa, se le denunció de plagio por Guerra del fin del mundo, basado en La Guerra de los canudos, del brasileño Euclides da Cunha.
Denuncias que a ninguno de ellos les resta grandeza, pues las confesaron como pecados de juventud, en el caso de Neruda; o de exagerada investigación policial literaria en el caso de García Márquez y Vargas Llosa.
Lo inexplicable son los plagios del peruano, presidente del Premio Alfaguara en España Alfredo Bryce Echenique a quien conocí en París. Me interesó siempre por una novela con un personaje principal, una salvadoreña que trabajó conmigo como ilustradora de libros infantiles, cuando fui director de la Editorial Universitaria Centroamericana. Escribiré más sobre esta novela, vale la pena.
Hace tres años a Bryce se le acusó de plagiar a 16 periodistas de diversos países, con trabajos sacados de internet. Fue condenado judicialmente a pagar los derechos de autor, algo mortal para cualquiera.
El caso extraño de Echenique se parece al suceso de un salvadoreño, Mario Hernández Aguirre, quien siendo secretario privado del presidente José María Lemus, ganó un premio nacional de poesía con un plagio total del argentino José Portogalo: El hombre del alba, dedicado al filósofo José Carlos Mariategui; Mario Hernández tituló su poema como El hombre a quien la aurora señalaba, dedicado al maestro Masferrer. En el descubrimiento tuvo que ver el poeta exiliado guatemalteco Otto René Castillo y mi persona que dirigía un periódico universitario. Castillo me mostró las dos obras similares y decidí publicar las versiones, Hernández solo cambiaba cinco palabras. La presidencia de la república sacó un comunicado, diciendo que era una falacia para desestabilizar a su gobierno, y que sabía que el argentino plagió al salvadoreño.
Reproduje en el mismo periódico estudiantil la portada del libro argentino con año de publicación. Mario no había nacido. Nobleza obliga, el coronel Lemus le pidió la renuncia; aunque lo envió con un cargo diplomático a París, ciudad que en las varias visitas que hice estuve tentado de encontrarlo para que me explicara por qué una persona con una carrera diplomática desde joven, con estudios en Europa, había llegado a extremos de delito intelectual.
Nunca lo busqué. Además sucedió algo peor que hundió al compatriota. Desde París ganó el premio centroamericano más importante organizado en El Salvador de la época, con sus ensayos La rama verde. Los jurados eran personas maduras, no jovenzuelos como Otto y yo. Al darse cuenta del nombre del ganador, hicieron público la anulación del premio. Estoy seguro de que esta obra no era un plagio, pero los jueces fueron implacables. Tuve tacto en no atreverme a abordar a Hernández, preferí quedarme con el misterio inexplicable. Si no eres creativo confórmate con lo que Dios te da.
Manlio Argueta, El Salvador, desde América Central, septiembre 25 de 2011.
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